Pensamiento y reflexión. Dos cosas que necesito hace un buen tiempo pero que no me doy a mí mismo porque me hacen sentir incómodo. Incómodo pensar en las cosas de la universidad que no he hecho, en regresar a una vida fuera de mi ciudad natal (de nuevo). Y se me hace raro sentirme así, porque cuando me fui por primera vez se sintió bien, liberador. Pero creo que era porque tenía 17 años.

Ahora siento incertidumbre. No me gusta para nada, pero es algo a lo que me (y nos) vamos a tener que acostumbrar en un mundo post 2020. Un mundo que vive del día a día, la cepa a cepa. Estoy saliendo por fin del ciclo infinito de trabajos prácticos y parciales de la facultad, con unas ganas de meter la cabeza en el libro que compré en una feria en Trujillo y nunca salir de ahí. Cuentos de Verano se llama, y pertenece (o perteneció) a la revista QUE LEER. De hecho en la primera página se lee “Este ejemplar se entrega inseparablemente con el número 13 de la revista QUE LEER”, pero, bueno, pasaron cosas :P

Bueno, el libro no es lo que parece. Cuentos de Verano me da a entender historias de amores cortos de vida e intenciones, pasiones transpirantes y naranjosas. Pero este libro no es eso para nada. La segunda historia (creo que mi favorita) cuenta la historia de un antropólogo que va a un hotel que fue de facto tomado por unos señores que no dejan entrar a nadie más que ellos, para estudiarlos (?), y terminan muriendo dos modelos y el protagonista escapando del hotel (???) Todo muy random.

Muy

Random

Como este año que ya se me escapa de las manos, en el que conocí gente que jamás pensé haber conocido y formé vínculos que en mi vida habría concebido crear. Un año oscilante entre la ansiedad y la paz, entre estar encerrado en un cuarto intentando mentirme a mí mismo y creer que aprendo mirando a una persona explicar cosas de la misma manera que lo hacen en Youtube (solo que por esta persona sí estoy pagando); y deambular las calles de Lima un sábado a la tarde, escuchando a Jessy Lanza con su inocente y dramáticamente nostálgico All The Time, o la mescolanza de sintetizadores y samples que se desintegran y derriten al chocar entre sí de Flying Lotus en Los Angeles, o el ocaso morado con olor a gras recién cortado que esboza Ricky Eat Acid en Three Love Songs. Un año de contemplación, seguro, pero quizá esta vez con frutos. No, no rojos: amarillos. Del color de esa estrella gigante que se posa sobre el agua de San Bartolo a las seis de la tarde, que pregona el fin pero al mismo tiempo augura la continuidad.

Me va a costar regresar a Buenos Aires, la ciudad de la furia. Siento que las conexiones humanas son mucho más importantes que antes: las cosas en escasez y demanda aumentan su valor, supongo, y las que he hecho en mi no corto tiempo en Lima son importantes para mí. Tengo miedo a perderlas. Pero quizá solo sea yo y mi tendencia por romantizar el presente y, en consecuencia, temerle al futuro. Porque el futuro es cambio, de alguna manera u otra. Crecer es cambiar, decía el eterno Quino, y me tendré que acostumbrar a crecer (no es como que tenga muchas opciones). Día a día, con un poquito de comfort y otro poquito de misterio, con los pequeños pedacitos de mp3 que yacen en mi teléfono y a los que accedo a través de Spotify que tanta felicidad me han dado y el eterno amor de aquellos que amo, pero también con soledad, con añoranzas de lo que fue y deseos fútiles de su regreso.

Faltan unos meses para que termine la arbitraria división de tiempo que conocemos como año, y siento esperanza. Una que no sentía hace mucho. Esperanza que se mezcla con curiosidad a un grado que son casi irreconocibles. Curiosidad por lo incierto, quizá? No lo sé, algún día lograré entender mi revuelta y apresurada cabeza, y cuando lo haga crearé documentación para explicar cómo chucha hago para crear sentimientos contradictorios, asociarlos a conceptos random que mi cerebro decide que son apropiados, y disfrutar todo el proceso (???)

Gracias por leer este revuelto de pensamientos míos :~)